Cuando veo a jóvenes arquitectos reivindicar a Le Corbusier como si fuera nuestro contemporáneo, no puedo evitar pensar que algo estamos haciendo mal como educadores. La juventud, por definición, debería ser el motor de lo nuevo, lo insurrecto, lo improbable. Pero en lugar de cuestionar, replican. En lugar de proyectar futuros, recitan manifiestos de hace un siglo. ¿Cómo puede ser que aún hoy se tomen en serio postulados que nacieron cuando ni siquiera existía internet o el smartphone?
Observar cómo algunos jóvenes siguen exaltando sin fisuras a Le Corbusier no es culpa suya. Es un síntoma de una enseñanza que aún no ha roto con ciertos dogmas. Como docentes, no basta con transmitir historia; debemos cuestionar qué tipo de imaginarios seguimos legitimando y por qué. No estamos aquí para custodiar la ortodoxia, sino para abrir puertas que aún no existen.
Le Corbusier fue importante. Como también lo fueron Serlio o Vitrubio. Pero nadie en su sano juicio diseñaría un aeropuerto siguiendo el tratado de Alberti. Entonces, ¿por qué seguimos formando arquitectos como si el mundo no hubiera cambiado desde la carta de Atenas?
Decir que “la casa es una máquina para habitar” en pleno siglo XXI, en medio del colapso climático, la crisis de habitabilidad global y la emergencia de nuevas sensibilidades materiales, es como seguir diagnosticando con sanguijuelas en la era de la genómica.
La arquitectura ya no puede definirse por lo que fue, sino por lo que necesita ser. Ya no se trata solo de forma, ni siquiera de función. Hablamos de sistemas vivos, entornos sensibles, materias que responden, inteligencia distribuida en el territorio. El diseño del futuro no cabe en ningún manifiesto moderno.
Le Corbusier fue disruptivo en su época. Su legado debe conocerse, debatirse, incluso ponerse en crisis. Pero no puede seguir ocupando el centro de la mesa cuando el mundo que lo rodea ya no existe. La arquitectura contemporánea necesita ideas que no encajen en ningún manifiesto seudomoderno, sino que broten de contextos complejos, materiales emergentes, sistemas inteligentes y territorios en transformación.
No necesitamos más alumnos que aprendan a repetir citas. Necesitamos arquitectos capaces de escribir las frases que aún no se han dicho. Formar nuevas generaciones no puede ser un acto de conservación: debe ser un acto de invención.
No se trata de borrar el pasado, sino de entender que su lugar no está en el futuro. Podemos respetar su legado, sí. Pero no podemos adorarlo. Porque si la arquitectura no se arriesga a imaginar lo que todavía no existe, deja de ser arquitectura y se vuelve marketing con pretensiones.
🌀 Necesitamos más utopía.
❌ Menos liturgia moderna.
🔥 Y muchos más jóvenes dispuestos a prender fuego el manual.
