Grafito: game over

Esta semana Google presentó Nano Banana. Lo probé. Y no exagero: es un antes y un después. Le das un espacio, una silla, una mesa… y te construye la habitación entera. Si hay un espejo, te crea el reflejo. No es un render frío ni un collage improvisado: es una máquina que piensa en términos espaciales, con lógica física y con atmósfera. Y eso cambia todo.

Durante décadas nos vendieron que la sensibilidad estaba en el trazo humano, que el aura del arquitecto residía en su mano temblando sobre el papel. Mentira. El dibujo a mano no es más auténtico: es más lento, más limitado, más frágil. Google acaba de demostrar que la máquina no roba la expresividad, la acelera. No reemplaza al arquitecto, lo potencia. Se mete en su mente y materializa intuiciones en segundos.

La representación arquitectónica cambió y el lápiz quedó reducido a fetiche académico. Los que lo defienden no son románticos: son arqueólogos de una disciplina que se mueve demasiado rápido para esperarles. El lunes tengo clase con mis nuevos alumnos de primer año y debo enseñarles herramientas que, cuando se gradúen, estarán muertas. Ese es el dilema: la educación corre maratones, mientras la tecnología va en nave espacial.

Nano Banana no es un experimento simpático. Es una señal. La representación cambió, y con ella, la enseñanza del diseño. Lo que está en juego no es si usamos lápiz o algoritmo. Lo que está en juego es si nos atrevemos a enseñar a pensar con las máquinas… o condenamos a nuestros estudiantes a dibujar ruinas desde el primer día.