Demasiado LED para tan poca idea

Hoy quiero proponerte un nuevo ejercicio, te propongo que rompamos todas las barreras. Que cerremos, de una vez, esos vetustos libros de arquitectura que todavía veneran planos amarillentos, y esas teorías que se agotaron antes de que existiera internet. Que dejemos a un lado las revistas de arquitectura de billuterie, esas que venden una estética de lujo con alma de plástico: pura superficie, puro “render de lujo” pero que solo son muebles caros dentro de cajas herméticas para una clase privilegiada, que no piensa en metros cuadrados sino en hectáreas cuadradas.

Por una vez, te pido que me hagas caso y que abramos otra bibliografía. La de los ingenieros de materiales, los neurocientíficos, los programadores de IA, los biólogos sintéticos, los astrofísicos que imprimen hábitats en Marte. Gente que no diseña fachadas, sino hipótesis. Porque ahí, en los márgenes de lo que la arquitectura todavía no se atreve a mirar, está naciendo la próxima vivienda.

Los nuevos materiales, la inteligencia artificial, los sistemas robóticos, la fabricación aditiva, los algoritmos evolutivos… están empujando el concepto de casa hacia otra dimensión. Y no se trata de cambiar de herramientas: se trata de cambiar la naturaleza misma del habitar.

Siempre que pienso en esto recuerdo a Humberto Maturana, aquel biólogo chileno que, mirando más allá de los organismos, y de la biología fue capaz de reconfigurar su disciplina y transformar otras tantas.

Maturana no encontró sus respuestas en la biología tradicional, sino mirando más allá de ella, hacia la filosofía, la cibernética, la teoría de sistemas y la epistemología. Y desde ahí, cambió todo. Ese es el punto: la verdadera enseñanza de la arquitectura ya no está en los libros de arquitectura. Está en los descubrimientos que están ocurriendo fuera: en la física cuántica, en la biología sintética, en la neurociencia, en la inteligencia artificial, en los laboratorios donde se diseña la materia a escala molecular. Si Maturana revolucionó la biología mirando fuera de la biología, nosotros solo podremos revolucionar la arquitectura mirando fuera de la arquitectura.

Quizás, si nos animamos, estemos al borde de una segunda revolución doméstica. No una que cambie la mampostería por vidrio o el hormigón por madera laminada, sino una donde la casa deje de ser un contenedor estático y se convierta en un organismo sensible y evolutivo.

Hoy, la tecnología digital permite proyectar viviendas mucho más eficientes, no solo desde el punto de vista energético, sino también cognitivo. Los algoritmos de simulación pueden analizar en segundos miles de configuraciones espaciales, materiales y climas, encontrando la versión más óptima para cada entorno, cada orientación, cada modo de vida. La inteligencia artificial no sustituye al arquitecto: lo amplifica. Le permite diseñar con datos, anticipar comportamientos, medir emociones, validar hipótesis. Ya no proyectamos solo la forma: proyectamos la experiencia del habitar antes de que exista.

Los nuevos materiales son otro eje de esta revolución silenciosa. Aparecen polímeros autorreparables, como la protomolécula, capaces de reconstituir su estructura cuando se dañan, imitando la biología de los tejidos vivos. Imaginemos muros que se cierran solos ante una fisura, fachadas que cicatrizan, estructuras que detectan su propio deterioro. No hablamos de ciencia ficción: hablamos de lo que hoy se investiga en laboratorios de biomateriales y nanotecnología, donde se combinan proteínas, grafeno y polímeros conductivos para crear materias inteligentes, capaces de aprender del daño y reforzar sus zonas débiles tras cada evento. La casa se convierte en un cuerpo: sensible, autorregulado, adaptativo.

Pero claro, todo esto es imposible si seguimos pensando en cuatro paredes planas, un piso y un techo, todo hecho con vidrio, ladrillo u hormigón. Necesitamos otra cosa. Necesitamos salir de la zona de confort y experimentar con nuevas formas. Ahí es donde la visión de Greg Lynn y su Casa Embriológica se vuelve profética. Una arquitectura que crece, se deforma y se adapta como un organismo, que genera variaciones, mutaciones y nuevas posibilidades sin recurrir a la repetición. Viviendas completas fabricadas en horas, no en meses, con mezclas de cemento biológico y una nueva generación de polímeros activos.
Casas que se imprimen con precisión milimétrica, capa a capa, capaces de modificar su geometría en tiempo real. Casas que no solo se construyen: se actualizan, igual que una versión de software.

Podemos imprimir muros con canales de aire que respiran, techos que dispersan el calor como los termiteros de África, y filtran la luz como hojas, suelos que almacenan energía cinética. O tratan las aguas grises. La vivienda deja de ser una obra: se convierte en un organismo fabricable y editable.

Imagínate si un gobierno, en lugar de repetir planes obsoletos, se tomara en serio esta tecnología. En cuestión de meses podría erradicar los alquileres abusivos, la falta de oferta, los zulos sin ventilación. Podríamos fabricar hábitats evolutivos, accesibles, de bajo coste y alta calidad, replicables en cualquier lugar. Pero claro, la caja da tranquilidad: la caja siempre da tranquilidad.
Total, el problema de la vivienda es de “los otros”, de los pobres, que no acceden a una hipoteca. Y mientras tanto, el negocio sigue igual.

Hoy nos venden como alta tecnología casas equipadas con sensores, actuadores y microprocesadores que miden la humedad, la temperatura, el CO₂ o el estado emocional de los habitantes. Casas que responden con un parpadeo de luces, con un “modo zen”, con una persiana que baja sola. Perfecto.
Pero seamos honestos: eso ya existía hace veinte años, y hoy un niño de diez años puede programarlo con una placa Arduino y una protoboard.
No nos engañemos: lo que nos están intentando vender es una caja de zapatos con luces de árbol de Navidad. Eso no es arquitectura avanzada: es marketing digital con paredes.

La verdadera revolución será otra. Será cuando la casa tenga metabolismo, cuando el hábitat sea biológico, cuando la arquitectura deje de construirse y empiece a crecer. Y entonces aparecerá la pregunta que debería guiarnos:
¿y si el siglo XX fue el siglo de la máquina para habitar,
el XXI será el siglo del organismo para evolucionar?

Una arquitectura que ya no se piense como un producto, sino como una entidad simbiótica, capaz de mutar contigo, anticipar tus necesidades, regenerarse y adaptarse como una célula o un coral. Quizás —solo quizás—, después de un siglo de vivir en cajas, hayamos descubierto por fin cómo hacer que la arquitectura respire otra vez.