¿Dónde está la utopía en la enseñanza universitaria?

¿En qué momento decidimos que la creatividad era un lujo que debía subordinarse al código de edificación?
¿Por qué medimos los proyectos en metros cuadrados construidos y no en la calidad de los espacios producidos?
¿Será que la arquitectura se ha convertido en un agente inmobiliario que solo busca producir apartamentos de dos dormitorios, un baño y cocina integrada, aunque tengan una sola ventana que da a un patio de 2 x 2 metros?


La universidad, esa que debería ser un laboratorio de futuros, se ha transformado en una fábrica de entregas.
 Constructibles, producibles, replicables.
 Modelos que cumplen la norma a rajatabla, aunque no conmuevan a nadie.
Quizá por eso nuestras ciudades se parecen cada vez más.
 Grises, aburridas, intercambiables.
 Da igual si estás en Pekín, Londres o Caracas: las cajas de vidrio son las mismas.
 Perfectas para cumplir normativas.
 Nulas para imaginar vidas.
Basta.
No necesitamos más arquitectos que produzcan lo probable.
 Necesitamos arquitectos que incomoden.
 Que imaginen.
 Que se atrevan a pensar lo que aún no tiene forma.
No queremos más estudiantes agobiados por cumplir con una consigna.
 Queremos mentes que incendien la consigna y digan: esto no existe, pero debería.
La utopía no es ingenua.
 La utopía es un acto de insubordinación intelectual.
 Y la arquitectura necesita de eso más que nunca.
Porque si no imaginamos lo que no está hecho,
 seremos eternos constructores de ruinas con fecha de entrega.
Esto no es una crítica.
 Es una invitación.

A enseñar distinto.
 A enseñar peligroso.
 A dejar de reproducir planos
 y empezar a proyectar futuros.
Porque si la universidad no se atreve,
 ¿quién lo va a hacer?