
Desde hace décadas, la ciencia ficción expone con descaro los grandes retos que la arquitectura se niega a enfrentar, proponiendo escenarios que van del optimismo más depurado a la distopía más perversa.
Un rápido zapping por las principales plataformas de streaming nos devuelve planetas biológicos que respiran y se autorreparan, ciudades que crecen como organismos, hábitats que se pliegan y despliegan con precisión quirúrgica.
Mientras tanto, en el mundo real, seguimos aplaudiendo la enésima torre de vidrio “icónica” disfrazada de innovación. Grandes cajas de cristal u hormigón, espacios sin alma que continúan sometidos a teorías apenas modificadas desde aquel señor de gafas y ego desbordado.
El cine y las series ya hacen lo que deberíamos estar prototipando: experimentar sin permiso, llevar los límites más allá de lo habitual. Hoy contamos con una tecnología sin precedentes en la historia de la humanidad, pero, al menos en arquitectura, la mayoría prefiere acomodarse en su sillón frente a la chimenea y elegir lo que ya conoce.
Con ciudades cada vez más densas, una humanidad en la que jóvenes —y también mayores— no pueden acceder a una vivienda digna, y regiones enteras sin servicios básicos, seguimos creyendo que la caja de hormigón, de espacios flexibles y paredes blancas, es la solución.
Muchos temen que la IA les quite el trabajo, pero si mantenemos esta mentalidad nos convertiremos en fósiles mucho antes de que una megasuperinteligencia se moleste en reemplazarnos.
Tal vez sea hora de sustituir esa pregunta por otra mucho más incómoda: “¿Cuándo tendremos el valor de iniciar una verdadera revolución?” y “¿Cuánto más vamos a permitir que la ficción nos robe el futuro?”.