El efecto fotocopia

Cuando era estudiante había un sitio al que iba a sacar fotocopias de los libros y los apuntes que necesitaba para la facultad. Eran muchos y ese lugar era casi un santuario: baratísimo, lo cual para un estudiante equivalía a un milagro. No había que elegir entre este o aquel apunte: se copiaban todos, sin remordimientos ni cálculos.

Pero tenía su encanto imperfecto. La máquina no era precisamente de última generación, y sospecho que el dueño tampoco usaba el mejor tóner del mercado. A veces el cartucho estaba medio gastado, el papel era delgado, amarillento, con ese olor a polvo caliente que salía de la copiadora como un suspiro viejo. El resultado era siempre una pequeña sorpresa: copias borrosas, incompletas, con palabras cortadas, frases desvanecidas. Uno tenía que adivinar lo que decía y completar las lagunas con lápiz o bolígrafo.

Era un proceso casi artesanal, donde literalmente reescribías el texto. Un proceso maravilloso donde cada estudiante debía intentar leer el texto, completándolo de acuerdo con lo que entendía. Así, cada copia, dependiendo de su calidad, podía convertirse en una versión distinta del original. A veces las palabras se intuían con facilidad y la reparación era inmediata; otras, entre la mala tinta y el lenguaje técnico de las asignaturas, surgían interpretaciones gloriosamente erróneas. Todavía me acuerdo de una exposición de mi compañero Franco: que rápidamente las imponentes obras romanas, especialmente las termas de Caracallas pasaron a ser “impotentes obras romanas”, en especial las termas del “Loco Callas”.

Pues bien, a ese fenómeno yo lo llamo el efecto fotocopia.

Y lo definiría como el proceso mediante el cual una idea, al reproducirse una y otra vez, de forma ininterrumpida, con cada nueva reproducción va perdiendo nitidez, se vacía de matices y acaba transformándose en algo distinto, muchas veces casi opuesto a su origen.

Esto es muy sencillo verlo en arquitectura, ese efecto no solo existe: se institucionalizó.

El movimiento moderno nació con una idea brillante: viviendas para las personas, ecológicas, ventiladas, funcionales, adaptables. Espacios pensados para vivir, no para ser fotografiados.

Construcción industrializada, rápida y eficiente. Pero, con el paso de las décadas, el concepto se replicó, reinterpretado y simplificado hasta quedar reducido a su sombra. Lo que se copió fue la imagen, no la inteligencia del sistema. Y cada nueva versión fue un poco más borrosa, un poco más superficial, hasta que la forma sobrevivió vacía de sentido, y mucho más emborronada.

El resultado está a la vista. La cocina funcional, pensada como el corazón técnico de la casa moderna, terminó convertida en una micrococina, un rincón en el que no se puede abrir la puerta del horno sin golpear la nevera. El baño, que había sido símbolo de higiene y bienestar, se transformó en un cuartito de supervivencia, donde todo cabe apretado, salvo la dignidad que ya no cabe. Y en ese proceso de recorte milimétrico, el bidet cayó primero: sacrificado en nombre de los metros cuadrados.

Afortunadamente, todavía hay ciudades donde el código de edificación protege al bidet como si fuera patrimonio cultural (Lo digo bajito, por si alguien me escucha y toma nota para cambiar la ley.). Porque ya me imagino al promotor de turno, sonriendo en la visita al piso piloto, vendiendo el nuevo baño “sin bidet” como “espacio wellness multifuncional para yoga o meditación”, y cobrando quince mil euros más por los veinticinco centímetros cuadrados ganados.

Esa es la paradoja más absurda de nuestro tiempo: mientras el coche se volvió eléctrico, el avión se hizo supersónico y el barco autónomo, la casa se volvió más cara, más pequeña y más rígida. La arquitectura, que debía liberar, terminó encerrando. El espacio doméstico se sofisticó en su equipamiento, pero se empobreció en su sentido. Y la casa moderna, esa que nació para abrirnos al mundo, terminó siendo una celda con Wi-Fi, perfectamente conectada y perfectamente estanca.

Hoy nuestras viviendas son diseñadas por agentes inmobiliarios, por bancos y por fondos de inversión. El arquitecto es asesino cómplice que ve como muere la comodidad, la vida para cobrar unos miles de euros más. Y en esta farsa al que llamamos ciudades contemporáneas, la caja sigue siendo caja. Solo que ahora tiene cobertura 5G.

Marcelo Fraile Narváez

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