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  • Nos hemos vuelto muy literales.

    Nos hemos vuelto muy literales. Necesitamos más utopías en la arquitectura.

    Cuando dejamos de imaginar futuros posibles, la arquitectura se vuelve inmobiliaria. No hay otra forma de decirlo. En un mundo que celebra lo “eficiente”, lo “smart” y lo “viable”, la arquitectura parece haber olvidado su pulsión más radical: la de proyectar lo que aún no existe. Diseñamos como si el presente fuera eterno, como si el Excel dictara la forma de la ciudad, como si los algoritmos de optimización supieran algo sobre lo que significa habitar.

    Pero la arquitectura no nació para obedecer. Nació para imaginar.
    Durante siglos, los grandes momentos de ruptura vinieron de ideas que parecían delirantes: ciudades flotantes, megastructuras móviles, cápsulas habitables, urbes infinitas trazadas sobre el planeta como una provocación conceptual. Eran utopías, sí. Eran exageraciones, sí. Pero también eran instrumentos de crítica. Dispositivos de pensamiento. Maniobras radicales para sacudir el statu quo.

    Hoy, en cambio, somos esclavos del render bonito, del estándar LEED, del “diseño replicable”. No dibujamos futuros: renderizamos normativas. No proyectamos ideas: organizamos metros cuadrados. Nos hemos vuelto funcionales hasta la asfixia, responsables hasta la parálisis, sostenibles hasta la insignificancia. Como si una arquitectura que no incomoda sirviera de algo más que de decorado para el colapso.

    La utopía no es ingenuidad. Es método. Es una forma de pensamiento que desestabiliza lo dado, que resiste la dictadura de lo posible. No se trata de construir Atlántidas ni repetir las grillas de Superstudio.

    Se trata de volver a preguntarse: ¿qué pasaría si…? ¿Qué pasaría si repensamos desde cero la manera de habitar, de movernos, de vincularnos? ¿Qué pasaría si la arquitectura dejara de resolver problemas y volviera a hacer preguntas?
    Porque si la arquitectura no se atreve a imaginar lo que no existe, ¿quién lo va a hacer?

    Estamos en un momento crítico. Y eso no es excusa para ser más conservadores, sino todo lo contrario. Frente al cinismo de la planificación automatizada, necesitamos volver a dibujar como niños testarudos que no aceptan el mundo tal como viene empaquetado. La utopía no es una solución. Es una herida abierta. Una grieta. Un experimento. Pero sobre todo, es una forma de decir: esto podría ser diferente.

    Y eso, en tiempos como los que corren, ya es mucho.

  • San Le Corbusier no nos salvará

    Cuando veo a jóvenes arquitectos reivindicar a Le Corbusier como si fuera nuestro contemporáneo, no puedo evitar pensar que algo estamos haciendo mal como educadores. La juventud, por definición, debería ser el motor de lo nuevo, lo insurrecto, lo improbable. Pero en lugar de cuestionar, replican. En lugar de proyectar futuros, recitan manifiestos de hace un siglo. ¿Cómo puede ser que aún hoy se tomen en serio postulados que nacieron cuando ni siquiera existía internet o el smartphone?

    Observar cómo algunos jóvenes siguen exaltando sin fisuras a Le Corbusier no es culpa suya. Es un síntoma de una enseñanza que aún no ha roto con ciertos dogmas. Como docentes, no basta con transmitir historia; debemos cuestionar qué tipo de imaginarios seguimos legitimando y por qué. No estamos aquí para custodiar la ortodoxia, sino para abrir puertas que aún no existen.

    Le Corbusier fue importante. Como también lo fueron Serlio o Vitrubio. Pero nadie en su sano juicio diseñaría un aeropuerto siguiendo el tratado de Alberti. Entonces, ¿por qué seguimos formando arquitectos como si el mundo no hubiera cambiado desde la carta de Atenas?

    Decir que “la casa es una máquina para habitar” en pleno siglo XXI, en medio del colapso climático, la crisis de habitabilidad global y la emergencia de nuevas sensibilidades materiales, es como seguir diagnosticando con sanguijuelas en la era de la genómica.

    La arquitectura ya no puede definirse por lo que fue, sino por lo que necesita ser. Ya no se trata solo de forma, ni siquiera de función. Hablamos de sistemas vivos, entornos sensibles, materias que responden, inteligencia distribuida en el territorio. El diseño del futuro no cabe en ningún manifiesto moderno.

    Le Corbusier fue disruptivo en su época. Su legado debe conocerse, debatirse, incluso ponerse en crisis. Pero no puede seguir ocupando el centro de la mesa cuando el mundo que lo rodea ya no existe. La arquitectura contemporánea necesita ideas que no encajen en ningún manifiesto seudomoderno, sino que broten de contextos complejos, materiales emergentes, sistemas inteligentes y territorios en transformación.

    No necesitamos más alumnos que aprendan a repetir citas. Necesitamos arquitectos capaces de escribir las frases que aún no se han dicho. Formar nuevas generaciones no puede ser un acto de conservación: debe ser un acto de invención.

    No se trata de borrar el pasado, sino de entender que su lugar no está en el futuro. Podemos respetar su legado, sí. Pero no podemos adorarlo. Porque si la arquitectura no se arriesga a imaginar lo que todavía no existe, deja de ser arquitectura y se vuelve marketing con pretensiones.

    🌀 Necesitamos más utopía.
    ❌ Menos liturgia moderna.
    🔥 Y muchos más jóvenes dispuestos a prender fuego el manual.

  • Actividades de FabBox

    En FabBox URJC creemos que la educación tecnológica no debe comenzar con un manual, sino con una pregunta. Por eso diseñamos talleres donde estudiantes de secundaria exploran la biomímesis como puerta de entrada al diseño: no para copiar la naturaleza, sino para entender cómo piensa.
    A través de materiales simples —palillos, papel, gomas, cartón— construyen artefactos que no pretenden volar, pero obligan a preguntarse por qué algunas cosas vuelan. No importa el resultado, importa el proceso: pensar con las manos, fallar rápido, descubrir haciendo.
    Desde el comportamiento de una semilla al despliegue de un ala o la lógica de una planta trepadora, cada estructura diseñada es una hipótesis en tres dimensiones. En vez de replicar respuestas, enseñamos a formular preguntas.
    Porque enseñar a diseñar también es enseñar a imaginar.

  • Esto es para quienes imaginaron demasiado pronto

    Para los que dibujaron puentes sin saber si el abismo podía ser cruzado.
    Para los que pensaron con cables, con viento, con luz.
    Para los que vieron espacios donde solo había límites.
    Para quienes proyectaron formas que nadie pidió, pero que ahora todos habitan.

    Este texto es para los utópicos.
    No los del cartel motivacional, sino los verdaderos:
    los que fracasaron por exceso de imaginación,
    los que se adelantaron tanto que el mundo no pudo seguirles el paso.
    Leonardo Da Vinci, que bocetaba máquinas de habitar el aire cuando ni siquiera sabíamos habitar el suelo.
    Ada Lovelace, que escribió el primer código antes de que existiera una máquina para ejecutarlo.
    Alan Turing, que descifró el lenguaje de las máquinas mientras el suyo propio era condenado.
    Nikola Tesla, que iluminó ciudades con ideas que no cabían en su tiempo.
    Ivan Sutherland, que trazó geometrías en una pantalla cuando la arquitectura aún era lápiz y papel.
    Todos ellos pensaron sin permisos.
    Y por eso incomodaron.
    No construyeron lo que se pedía. Propusieron lo que nadie se atrevía a pedir.
    Mientras el mundo exigía respuestas rápidas, ellos abrían preguntas infinitas.
    Mientras los demás medían metros cuadrados, ellos expandían las coordenadas del pensamiento.
    Este también es un texto sobre arquitectura.
    Porque si hubo una disciplina que nació para proyectar lo que aún no existe, es esta.
    Y, sin embargo, nos hemos vuelto cautelosos, obedientes, normativos.
    Dibujamos según reglamento. Modelamos según manual.
    Y al hacerlo, olvidamos que la arquitectura no es la gestión del espacio:
    es la organización del deseo.
    Utopía no es una extravagancia. Es un dispositivo crítico.
    Es el lugar desde donde la arquitectura se vuelve peligrosa.
    Donde deja de maquillar lo real para imaginar lo irreal como posibilidad.
    Esto es para quienes ya no creen en planos eternos, sino en formas que mutan, que especulan, que arriesgan.
    Para quienes proyectaron lo que aún no existía.
    Para quienes entendieron que dibujar es también resistir.

    Volvamos a ese lugar donde dibujar era una forma de insubordinación.
    Volvamos a proyectar como si el presente no fuera el único escenario posible.
    Volvamos a hacer arquitectura que no solo encaje, sino que disloque.
    Volvamos, sin miedo, a ser utópicos.

  • ¿Dónde está la utopía en la enseñanza universitaria?

    ¿En qué momento decidimos que la creatividad era un lujo que debía subordinarse al código de edificación?
    ¿Por qué medimos los proyectos en metros cuadrados construidos y no en la calidad de los espacios producidos?
    ¿Será que la arquitectura se ha convertido en un agente inmobiliario que solo busca producir apartamentos de dos dormitorios, un baño y cocina integrada, aunque tengan una sola ventana que da a un patio de 2 x 2 metros?


    La universidad, esa que debería ser un laboratorio de futuros, se ha transformado en una fábrica de entregas.
     Constructibles, producibles, replicables.
     Modelos que cumplen la norma a rajatabla, aunque no conmuevan a nadie.
    Quizá por eso nuestras ciudades se parecen cada vez más.
     Grises, aburridas, intercambiables.
     Da igual si estás en Pekín, Londres o Caracas: las cajas de vidrio son las mismas.
     Perfectas para cumplir normativas.
     Nulas para imaginar vidas.
    Basta.
    No necesitamos más arquitectos que produzcan lo probable.
     Necesitamos arquitectos que incomoden.
     Que imaginen.
     Que se atrevan a pensar lo que aún no tiene forma.
    No queremos más estudiantes agobiados por cumplir con una consigna.
     Queremos mentes que incendien la consigna y digan: esto no existe, pero debería.
    La utopía no es ingenua.
     La utopía es un acto de insubordinación intelectual.
     Y la arquitectura necesita de eso más que nunca.
    Porque si no imaginamos lo que no está hecho,
     seremos eternos constructores de ruinas con fecha de entrega.
    Esto no es una crítica.
     Es una invitación.

    A enseñar distinto.
     A enseñar peligroso.
     A dejar de reproducir planos
     y empezar a proyectar futuros.
    Porque si la universidad no se atreve,
     ¿quién lo va a hacer?

  • La Revolución Traicionada

    Cuando los Arquitectos se Volvieron Custodios del Pasado

    Vivimos un momento histórico extraordinario.
    Robótica avanzada. Inteligencia artificial. Biología sintética.
    Materiales inteligentes. Fabricación automatizada.

    Por primera vez en la historia, la tecnología nos permite imaginar un mundo donde nadie necesita dormir en la calle.

    Máquinas que construyen viviendas en días, no en meses.
    Estructuras que se auto-reparan y evolucionan.
    Materiales que responden al clima y optimizan el consumo energético.
    Sistemas de diseño que se adaptan a las personas, no a los caprichos especulativos de una élite obsesionada con los metros cuadrados edificables.

    La vivienda podría dejar de ser un lujo para convertirse en un derecho accesible para todos.

    Pero hay un problema.
    Quienes deberían liderar esta revolución…
    se han convertido en guardianes de un sistema obsoleto.

    Siguen venerando las cajas de hormigón de Le Corbusier como si fueran textos sagrados,
    cuando esas mismas estructuras nos han conducido al desastre climático que hoy enfrentamos.

    ¿Por qué?
    ¿En qué momento nos convertimos en cómplices de un sistema
    que ha entregado el poder a los bancos y a los especuladores inmobiliarios?

    ¿En qué momento, a través del silencio, empezamos a respaldar un modelo que necesita que la vivienda sea escasa para que resulte rentable —pero solo para unos pocos?

    Mientras las universidades siguen repitiendo teorías centenarias,
    millones de personas sobreviven sin hogar,
    alquilando minúsculos habitáculos que ningún estudiante aprobaría si los diseñara en clase.
    Cápsulas despojadas de toda vergüenza.

    Mientras los starchitects firman torres para millonarios,
    la tecnología que podría democratizar la arquitectura se pudre en los laboratorios,
    incapaz de instalarse en la vida real.

    Es el síndrome de Estocolmo 2.0:
    Nos enamoramos de nuestras propias limitaciones.

    La pregunta no es si la tecnología puede revolucionar la vivienda.
    Puede. Ya lo hace.

    La verdadera pregunta es:
    ¿Tendrán los arquitectos el valor de liderar esa revolución?
    ¿O seguirán siendo los monjes medievales de un conocimiento oculto, escondido, pero que debería ser de todos?

    El futuro de la arquitectura no está en los museos.
    Está en los laboratorios.
    En los algoritmos.
    En la biología sintética.
    En las máquinas que construyen sin descanso.

    ¿Seguiremos repitiendo viejos mantras sobre forma y función?
    ¿O nos atreveremos, por fin, a imaginar una arquitectura al servicio de la humanidad?

    La revolución ya empezó.
    Solo falta que los revolucionarios se den cuenta.